LABERINTOS DEL MAR
Estela Leñero

 

Son caracolas susurrantes que nos recuerdan al mar. Oleaje marcado en conchas desgastadas donde habitaron animales. Vértebras de nuestra estructura retratadas en el humo del barro. Resquebrajaduras, aristas, integración. Son las esculturas de Hilda San Vicente que nos despiertan a media noche como cangrejos anaranjados en cuencos con tenazas, que amenazantes, nos miran a través de dos canicas de ojos sobre el lomo.

El trabajo de Hilda está lleno de sugerencias y azar; porque la armonía la construye a partir del incidente. En el color se transmite el proceso de elaboración. Lo rústico con lo elaborado. A partir de una técnica antigua, el Rakú, juega a dar formas. Y dentro de la religiosidad del procedimiento, irrumpe con el agua, con las hojas, el contraste de temperatura, fuego al rojo vivo, sello opaco en alguna punta de escultura.

No es una cerámica cualquiera, no es para utilizar, lavarse y guardarse. Es la cerámica vuelta forma, mezcla de concepto y color donde se admira a una artista, que desde la arcilla, nos refleja su experiencia, técnica y saber, deseo y nostalgia.

La resaca del océano se sumerge en la arena y el agua la inunda con figuras nuevas; es la arena, es la tierra, es el complemento del mar. Son las esculturas de Hilda San Vicente cuyas amalgamas exaltan la naturaleza, hendidura del arte para escapar del ruido, el concreto, la decadencia.

La armonía con la que estas esculturas están configuradas permiten disfrutar la cadencia, el giro, la limpieza del trazo. La sobriedad dada a partir de dos colores base -el blanco y el rojo-, afocan la vista y nos abisman en un mundo monocromático con cantidad de matices.

Las esculturas de Hilda indagan por los laberintos de la mente y de las manos. Se conjugan en el juego de la forma y contenido y nos ofrecen caminos en círculos concéntricos que pronto se vuelven espirales ascendentes que nos llevan a otro azar más simple o más complejo. En el ir y venir del violento fuego al aire frío, la escultora de la arcilla impregna, las hojas de su árbol, en cada pieza que construye, tal cual fuera su propio laberinto.