TEPALCATES MARINOS

Mauricio Gómex Morín

Esculturas cerámicas de Hilda San Vicente


Si la tierra es nuestra madre, sin duda el mar es nuestro padre. De su promiscuo abrazo primigenio surgió el barro original del que dicen fuimos creados. Paridos como procarontes devengados en homínidos. En este tenor el fuego y el viento serían nuestros abuelos. Es tan inagotable ver el mar como ver el fuego. Ejercen en nuestro espíritu un poder de encantamiento del que es imposible sustraerse. Nos recuerdan algo profundo y nuevo, vetusto y fresco. Algo que parece olvidado y que sin embargo siempre está ahí, refrendándose. Estos cuatro elementos fundamentales de la creación; el agua, la tierra, el fuego y el viento son los cuatro elementos claves de la alquimia, y en especial de la cerámica. Me parece que como ninguna de las otras artes, la cerámica articula y se forja sin mengua con esos cuatro elementos. La tierra es la sustancia; el agua el vehículo; el aire el hálito y el fuego la fragua, el crisol. Y como ninguna otra se nos hermana y nos resume como lo que somos; meros engendros de arcilla. Polvo reunido en pos de desagregarse.

Quizá por eso esta alfarera se inspira y ofrenda su arte al mar. Como lo muestra nuestro origen, todo acto de creación es gratuito, insondable, definitivo, insustituible. Esto parece invocar y congregar la escultura cerámica de Hilda San Vicente. Dar cuenta de nuestra inmensidad pero también de nuestra precariedad. Enormes y mortales. Dar testimonio del origen hondo, del errático periplo y del incierto porvenir a través de los vestigios que son sus obras, o mejor debiera decir de sus piezas. Como rastros de la creación original, de sus inspiraciones ignotas y del proceso creativo mismo. Pistas para hacerlo accesible, humanizándolo. Ella las llama humilde e irónicamente “tepalcates”, jugando con la paradoja de ser a un tiempo suma y pedazo. No tanto en el sentido occidental de “masterpiece”, obra de arte, sino en el más irreverente de la voz mexicana (y muy alfarera) de “tepalcates” referido tanto a un objeto cerámico completo como a su pedacería. En esta acepción náhuatl el término se relaciona con varias voces sugerentes: Tetli-piedra; tepactli-tierra; atl-agua; cipactli-cocodrilo-tierra; tepalcatl-vasija.

Creo que en esta doble vertiente, en este sentido dual, se mueve la creación y las obras de Hilda San Vicente. Ser un todo y ser un fragmento. Sus ‘piezas’ son, en una primera visión, ‘obras’ completas, cerradas, ensimismadas y contundentes como ‘objetos de arte’. Pero su radical extrañeza, su poética rigurosa que interroga a la inutilidad versus la utilidad casi ineherente de la alfarería, las convierte en esculturas que son rastros, huellas, señales de algo más vasto y arcano. Como cualquier tepalcate. No se trata de reproducir al objeto, tampoco de reducirlo a un indescifrable fragmento. Se trata, creo, de inventar vestigios como formas nuevas para nuevas asociaciones, para memorias nuevas. En este doble estado; ser un objeto acabado, entero, pleno y un rastrojo, un trozo, un residuo, Hilda inventa sus piezas como un testimonio, una señal, que cifran un recuerdo, una evocación, una corazonada, un augurio. Antes que cifrarse como “obras de arte” las esculturas de Hilda son objetos rituales para una indagación gozosa sobre el misterio y la voz de la Forma. A través del laborioso y exigente oficio de la cerámica sus obras son polvo organizado en camino de volver a ser arena.

Tal y como el mar deposita en la playa al fin de la tormenta los despojos de lo que lo habita y lo cruza: maderos pulidos, una espiral ínfima, una lata oxidada, fragmentos corales, sargazos, pedazos de conchas, las misma arena que es arcilla. ¿ No son acaso estos vestigios, obras del tiempo y el movimiento perennes, tepalcátes marinos ? Hilda camina en la orilla del mundo que es un abrazo, una frontera, un beso, una guerra y recoge para nosotros un guijarro que la mira, maduro. Será una espina, un cuenco, una curva, un batel, un hueso, un palo, una esquirla, una pinza, una urna, un canto, un aro, una forma, un signo que la marea de la vida consigna al tiempo, donde el cangrejo dubita sobre la inmortalidad y lo efímero de la espuma, y ella se pregunta sobre ese pulso indómito que desmorona enormes piedras en arena, donde sus huellas se borran.


junio de 2007